Medites sobre una pequeña mala
Exactamente el mismo título de la última novela de Mario Vargas Llosa da un óptimo rastro de lo que es: una narración rápida, de diversión y de tema amoroso o erótico. Si bien estos temas han rondado siempre y en todo momento su imaginación, no es exagerado considerarla su primera novela donde lo amoroso y sentimental es el foco central de la acción. En este sentido, su antecedente mucho más próximo sería La tía Julia y el escribiente (1977), donde ocupa precisamente la mitad –la parte autobiográfica– del relato; algo semejante sucede en sus novelas declaradamente eróticas –Elogio de la madrastra (1988) y Los cuadernos de don Rigoberto (1997)–, en las que lo sexual se alterna con páginas dedicadas a medites sobre estética o cultura. En esta novedosa novela, todo da un giro cerca de una historia: la de los amores de Ricardo y Lily, la llamada “pequeña mala”. Esta no es la única novedad ni la más esencial. Las novelas del creador son montajes de múltiples historias, cuyo patrón mínimo es binario: 2 historias que primero corren paralelas pero después confluyen y se intersectan. Este patrón binario es la base estructural importante o perfecto para que su imaginación despliega un juego contrapuntístico a través de desplazamientos y transiciones de espacios, tiempo, tonos y estilos narrativos. La total sepa del correcto patrón introduce un cambio importante y un reajuste de la manera frecuente como su planeta ficcional se muestra frente al lector: lo que en este momento poseemos es una historia que se desplaza en un único chato lineal y siguiendo rigurosamente un curso cronológico, que empieza en los años cincuenta y acaba ahora cerca del presente. Los saltos temporales fueron sustituidos por cambios continuos de ámbito geográfico. Las metamorfosis de los individuos –que continúan la mayoria de las veces a la visión– y la acción misma están metódicamente ligadas al ámbito preciso donde ellos están, ya que, siguiendo el designio del creador, cada capítulo pasa a una localidad diferente: Lima , París, Londres , Tokyo, La capital de españa. No obstante, es verdad que ámbas primeras capitales vuelven a aparecer en más de una ocasión y que el indudable centro de todo es París, al punto de que la obra puede considerarse un homenaje a esta localidad arquetípica. París y el resto cumplen de esta manera una clara función de coprotagonistas. Hay una consecuencia curiosa –y quizás involuntaria– de estos enormes desplazamientos geográficos: a pesar de que los individuos sean exactamente los mismos y el hilo de su relación cariñosa se sostenga pese a los distintos sitios donde se detendrán, los hechos de cada capítulo tienden a presentarse con determinada autonomía narrativa: tienen un ámbito concreto, individuos secundarios que no vuelven a manifestarse, accidentes preparados para marchar in situ y un cierre bastante definitivo. Como es bien conocido, el único libro de cuentos de Vargas Llosa es el lejano Els caps (1959), al que prosiguió el relato “Los perros chiquitos” (1967). Siempre y en todo momento me había preguntado por qué razón no volvió a cultivar la corto narración y sospechaba que, mientras que se estructuraron según el patrón contrapuntístico, sus historias no podrían configurarse sino más bien como novelas, predominantemente con macizas des épicas. Como esto ha desaparecido en esta última obra, la naturaleza tan episódica de cada capítulo (subrayada por dado que llevan títulos) crea una soberanía que bordea con el cuento o recomienda una novela redactada desde secuencias concebidas prácticamente independientemente. El perfil propio que cada localidad entrega a lo que pasa da un carácter singular a cada uno de ellos: son como cápsulas que poseen la clave del avance de la novela y del destino de sus personajes principales, marcados por la errancia, el acercamiento y el desencuentro. Otra consecuencia esencial de este diseño –otro reto que aceptó el narrador– es que, siendo las cocidas cariñosas de la pareja el tema dominante o único en la composición narrativa, esta es dependiente, de forma exclusiva, de que su contextura y evolución sicológicas tengan plena verosimilitud y lógica, si bien sus aventuras (o desventuras) sean alocadas; es indudablemente una novela de individuos y no de acción. Pienso que esta ha de ser asimismo la primera oportunidad que el creador trabaja una novela en marcos mucho más propios de las convenciones del relato clásico, sin el efecto intensificador de los contactos entre 2 o mucho más bobinas narrativas simultáneas: aquí todo marcha adelante y viaja, acompañando a los personajes principales, pero sin mudar de nivel; contemplamos los hechos siempre y en todo momento desde exactamente el mismo ángulo. Esta clase de “educación sentimental” empieza de manera promisoria: nos encontramos en el Miraflores de 1950 (una temporada y un territorio múltiples ocasiones explorados por el creador), en la mitad de un verano que el joven Ricardo Somocurcio, en la primera línea de la novela, considera “fantástico”. Llega la orquesta de Pérez Prado, el mambo se transforma en la tendencia actualmente, pero más que nada se muestran “las chilenitas”, unos cuantos hermanas llamadas Lily y Lucy que, con su jocoso acento y sus prácticas mucho más liberales, ocasionan sensación entre los chicos del vecindario. Poco después, Ricardo y Lily empiezan una historia amorosa que, en lugar de perdurar lo que duran los amores a esa edad, se transformará, por lo menos para él, el “niño bueno”, en el cariño o la obsesión de siempre por ella (solo comparable a la fascinación que él siente por París), la “pequeña mala”. En exactamente el mismo capítulo inicial poseemos la primera sorpresa: la supuesta chilena de hecho no es así, pero el secreto de su identidad (puesto que tampoco lleva por nombre Lily) se sostendrá prácticamente hasta el desenlace. Antes de lograr este punto, va a ser bastante gente sin ser ninguna. Pese a estas y otras intrigas, leyendo los primeros 2 tercios de la novela, me dio la sensación de que no en todos los casos los individuos y sus peripecias cobraban la vida precisa por opinar caudalmente y de esta forma poder zambullirme sin reservas en el acción. Procuraré argumentar por qué razón. El relato muestra un caso propio de amor irrealizable (pese a un matrimonio de conveniencia) o desgraciado por la gran diferencia que hay entre los sentimientos y las pretensiones de los dos, lo que está bien señalado por estos apodos de “pequeña mala” y “niño bueno” que ellos mismos se aplican. Pero estas designaciones señalan asimismo a estereotipos que los esquematizan, adelgazan o trivializan; están tratados como superficies lisas, sin bastante volumen o consistencia: sentimos su artificio, algo folletinesco, no su situación. A dios gracias, hay un conocido salto cualitativo desde el capítulo cinco (“El niño sin voz”), en el momento en que la vida toma un dramático giro, que la redime de su frivolidad y de sus calculadas manipulaciones, generando reacciones. cuyo fondo humano va alén de su fácil empeño en proseguir amando “como un becerro” (p. 329) a una mujer que no le quiere, ni le respeta ni le resulta interesante. De verdad, ella fué, hasta ese instante, un pensamiento del egoísmo y más que nada del arribismo, cuya causa solo va a ser revelada en este último tramo, al lado de otras enormes sorpresas que animan el artículo. (De paso, es requisito ver otra novedad en el cosmos ficcional de Vargas Llosa: la “pequeña mala” significa una clara inversión del código machista en el planeta popular que retratan sus novelas, puesto que observamos a un hombre totalmente sometido a la intención de una mujer). Los individuos secundarios y sus enfrentamientos laterales –por poner un ejemplo, el niño mudo, los progenitores adoptivos, la simpática Marcella del último capítulo– son considerablemente más atrayentes que los precedentes. El desenlace es conmovedor: 4 décadas después, muy cerca ahora de la desaparición, ella hace su único acto desprendido con su apasionado y después le ofrece, a sabiendas de que en su historia él solo fue un intérprete y traductor: “En este momento que te vas a quedar solo, confiesa que te he dado tema para una novela” (p. 375). Al volverse mucho más reales, el tono rápido y juguetón de comedia sentimental consigue tintes trágicos. Dejo de lado otras cuestiones de interés, como el régimen de lo sexual y del amor a la edad madura (tema análogo a eso que podemos encontrar en El cariño en tiempos del cólera, de García Márquez); el de asumir la vida como ficción, una tentación de realizar algo irrealizable que el creador examinó en su reciente ensayo sobre Victor Hugo; el lenguaje cronístico o de testigo autobiográfico –con múltiples individuos reales– que se mezcla con el novelístico en las meticulosas especificaciones de los niveles o del trasfondo político (aquí hay una predicción asombroso). Pero sí voy a estimar las secuelas estilísticas del último punto: la aparente abundancia de oraciones-cliché como “me dejó hecho una noche por varios días”, “se dedicó a mí en cuerpo y alma” (p. 56), «ahora se habría mandado alterar con la música a otro lado» (p. 167); «jugando de tú a tú con Yilal» (p. 232), «Se me quedó viendo con una careta de mosca fallecida» (p. 368). Múltiples forman una parte del vocabulario erótico de Ricardo, que ella, apropiadamente, llama «huachaferías». Irremplazable peruanismo que indica el cursi, de mal gusto, absurdo por pretencioso. Caben, por consiguiente, en diálogos; pero menos en el momento en que Ricardo, el único narrador de la novela, enseña otras ocasiones o detalla entornos cosmopolitas: contrarían dado que es un hombre con claros intereses intelectuales y estéticos, nada “pisados”. ~ – José Miguel Oviedo
Resumen en vídeo
Se examina la novela de Mario Vargas Llosa «Travesuras de la pequeña mala», donde se efectúa un análisis de las distintas conmuevas por las que van pasando sus individuos. Todo lo mencionado, sin quedar extraños a los avances sociales, políticos y económicos de distintas ciudades de América latina y Europa.
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